Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica en 1840-1841

Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica en 1840-1841

by Ramón de Mesonero Romanos
Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica en 1840-1841

Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica en 1840-1841

by Ramón de Mesonero Romanos

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"Los españoles, aunque más afectos en general a los antiguos usos, no hemos podido menos de participar de esta metamorfosis que se deja sentir tanto más en la corte por la facilidad de las comunicaciones y el trato con los extranjeros..."

Product Details

ISBN-13: 9788499534220
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Historia-Viajes , #237
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 170
File size: 460 KB
Language: Spanish

About the Author

Ramón de Mesonero Romanos (Madrid, 1803-1882). España. En su juventud se ocupó de los negocios bancarios de su familia. Sólo se dedicó por entero a la literatura y el periodismo tras heredar una sustanciosa fortuna. Fue cronista de Madrid y miembro de la Real Academia Española. En 1836 fundó el Semanario pintoresco español y escribió con el seudónimo de "El Curioso Parlante". Sus cuadros de la vida cotidiana de Madrid destacan los aspectos anecdóticos y pintorescos y retratan las formas de vida tradicionales desde una óptica burguesa con cierta pretensión moral.

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Recuerdos de Viaje por Francia y Bélgica en 1840-1841


By Ramón de Mesonero Romanos

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-422-0



CHAPTER 1

DE MADRID A BAYONA


Por los meses de junio y julio del año pasado todos los habitantes de esta heroica villa parece que se sintieron asaltados de un mismo deseo; el deseo de perderla de vista, y de hacer por algunos días un ligero paréntesis a su vida circular. Cuál alegaba para ello graves negocios e intereses que llamaban su persona hacia los fértiles campos de Andalucía; cuÁl la intención de ir a buscar su compañera en las floridas márgenes del Ebro; el uno improvisaba una herencia en las orillas del Segura; el otro soñaba una curación de sus antecedentes en las graciosas playas del Cabañal Valenciano. A aquél le llamaba hacia la capital de Cataluña la accidental permanencia de la corte en ella; a éste la curiosidad de recorrer los sitios célebres de nuestra historia contemporánea brindábale el rumbo hacia el país vascongado. Todo se volvía ir y venir, y correr y agitarse con fervor para terminar los preparativos que un viaje exige; las modistas y sastres afamados no se daban manos para cortar trajes de amazona y levitas de fantasía; las tiendas de calle de la Montera quedaron desprovistas de necesaires de viaje, cajas de pintura, guantes y petacas. Ponmard y Ginesta no bastaban a confeccionar Álbums y Souvenirs: los libreros agotaron su surtido de libros ... en blanco; y los perfumistas Fortis y Salamanca tuvieron que pedir a Carabanchel dobles remesas de jabones de Windsord, y de aceite de Macasar.

Todas estas idas y venidas, todos estos dares y tomares, venían a convergir en el patio de la casa de diligencias, que a todas horas del día y de la noche veíase lleno de interesantes grupos de levitín y casquete, de sombrerillo y schal, que aguardaban palpitantes a que el reló del Buen Suceso diese la una, las dos, las tres, todas las horas, medias y cuartos, para montar en la diligencia, y dar la vela, cuÁl al oriente, cuál al occidente, el uno al sur, y el otro al septentrión. Y los restantes grupos que rodeaban a los primeros, y que por su traje de ciudad representaban a la fracción quietista que quedaba condenada a vegetar en el Prado esperando que el libro de la diligencia les señalase su turno de marchar, parecían como reprimir un movimiento de envidia, y al estrechar en sus brazos a sus amigos y amigas no podían contener la sentida frase de «¡Dichosos vosotros!» ...

Y a la verdad, no era de extrañar esta unánime resolución de viajar que impulsaba a los habitantes de Madrid (de ordinario quietos e inamovibles) si se atiende a que era el primer verano en que, después de seis años de guerra y de casi completa incomunicación, podían con libertad saborear el derecho de menearse (que es uno de los imprescriptibles que nos concedió la naturaleza), y querían con este motivo extender alguna cosa más su acostumbrada órbita que se extiende de un lado hasta Pozuelo y Villaviciosa, y el por el otro abraza hasta el último Carabanchel.

Ello en fin fue tal por aquel entonces la necesidad de lanzarse más allá de las sierras, que apenas en los primeros días de julio un elegante que se respetase podía dar la cara en la luneta o pasearse en el salón de el Prado; y en los mismos salones del Liceo se hacía sentir la escasez de poetas, en términos que las sesiones tenían que celebrarse sotto voce y en la prosa más común.

Afortunadamente para nuestra capital los habitantes de las provincias se habían encargado de vengarla de aquel desdén de sus naturales cortesanos, y animados por igual deseo de locomoción, parecían haberse dado de ojo para venir a ella, y aprovechar la excelente ocasión que se les presentaba de disfrutar un verano de treinta y cuatro grados sobre cero, a la sombra del teatro de Oriente, o de las cortinas de la Puerta del Sol.

La carrera de las provincias Vascongadas era principalmente la que por entonces llamaba la atención; ya por más análoga a la estación ardorosa, ya por el deseo de visitar los célebres sitios de Luchana y Mendigorría, Arlaban, Vergara, etc. La vida confortable de S. Sebastián, los celebrados hados de Sta. Águeda, las gratas romerías de Bilbao, y sobre todo el próximo aniversario del abrazo de Vergara, eran razones más que suficientes para determinar a la mayor parte de los viajeros madrileños hacia aquellas célebres comarcas; y con efecto fue tal el deseo de visitarlas, que los asientos de las diligencias tenían que tomarse con un mes de anticipación, y las más elegantes tertulias se daban cita para Cestona y Mondragón.

La silla-correo en que yo salí de Madrid en los primeros días de agosto (después de haber esperado un mes mi turno para viajar en posta) pertenecía a la nueva compañía que se ha encargado de conducir la correspondencia en esta carrera, y por la especial construcción del carruaje soportaba, además del peso de dicha correspondencia y conductor, mayoral y zagales, el no despreciable que formábamos nueve viajeros, tres en la berlina y seis en el interior. Item más; un décimo, que, ardiendo en deseos de refrescar sus exterioridades en los baños de Sta. Águeda, había transigido con viajar al aire libre entre el mayoral y el zagal, en el asiento delantero, preparándose convenientemente al baño con un Sol perpendicular de cuarenta grados. A tal punto llegaba el deseo de lanzarse a los caminos, y a tal grado de provecho le utilizaban las empresas de carruajes públicos.

Eran las cuatro en punto de la mañana, hora no la más cómoda para dejar el blando lecho y marchar en dirección a la casa de correos para entregarse a la merced de las mulas y de la Dirección de caminos. Por fortuna, a estas horas nuestros amigos y apasionados no habían tenido por conveniente venir a decirnos a Dios, y a estrujarnos a abrazos y consejos: los únicos espectadores que teníamos en aquel instante fiero, eran el comisionista de la diligencia, que estropeaba nuestros nombres a la luz de un menguado farolillo, y el centinela que paseaba delante de la puerta del principal. Ni perro que aullase, ni vieja que gimiese, ni dama que se desmayase, ni mano que tuviera otra que estrechar.

Los viajeros, disfrazados como de costumbre lo mejor posible, nos contemplábamos unos a otros como calculando nuestro respectivo desenrollo, y temiendo cada cual encontrarse de pareja con el más bien favorecido por la naturaleza. Por fortuna los tres de la berlina pertenecíamos a la más fea mitad del género humano, y lo que va es sabido todos a este siglo (siglo que ya es sabido que no es el más propio para engordar), y podíamos en conciencia quedar libres de todos nuestros movimientos, y hasta de nuestras palabras, vista la genial conformidad que inspiran una edad semejante, un mismo sexo, y un coche común.

Pero veo que insensiblemente voy cayendo en la moda de los viajeros contemporáneos, que no hacen gracia a sus lectores de la más mínima de las circunstancias personales de su viaje, y le persiguen hasta saturar sus oídos con aquel Yo impertinente y vanidoso que aun en boca del mismo Cristóbal Colón llegaría a fastidiar.

Mas, a decir la verdad, ¿qué podría contar aquí que de contar fuese, tratándose de la travesía de Madrid a Buitrago, por Alcobendas y Fuencarral, por aquellos campos silenciosos y amarillos, ante los cuales enmudecería la misma rica y delicada lira de Zorrilla, o el pincel fecundo y grato de Villaamil?

¿Pintaré la majestuosa salida del Sol en una atmósfera pura por detrás de mi manso ribazo? Pero esto es clásico puro hasta hacer dormir a todo el hospital de Zaragoza.

¿Contaré las Dorilas y Galateas que todas las mañanitas abandonan las vegas de Fuencarral para venir a vender nabos a Madrid?

¿Diré los tiernos Melibeos que, arropados en una estera o un resto de manta vieja, se disputan un cuartillo de lo tinto en la taberna del portazgo, no al son del dulce caramo, sino al impulso de una redonda piedra o del grueso garrote que les sirve de cayado paternal?

¿Pintaré los románticos atavíos del carretero burgalés que asoma dormido a la boca de su galera al lado de su fiel Melampo, que duerme también, y al ruido que hace nuestra silla al acercarse, entreabren ambos los ojos, sin que podamos percibir en la rápida carrera si fue el perro o el otro el que ladró?

¿Contaré, en fin, las pintorescas vistas de S. Agustín o Cabanillas, las construcciones fósiles, los techos, paredes, cercas, sierras y semblantes, todo de un propio color ceniciento y pedregoso, y aquel suave aroma de la aldea que se despide de la paja y otras materias menos nobles quemadas en el fogón, el todo armonizado con las suaves punzadas del ajo frito en aceite, o de las migas empapadas en pimentón?

Por otro lado, no sería posible que pudiera contar nada de esto, porque en honor de la verdad debo decir que, anudando el roto hilo de nuestro sueño, cada cual habíamos tenido por conveniente inclinar la cabeza en distinta dirección, y acabar de cobrar de Morfeo (otro Dios clásico del antiguo régimen) nuestra acostumbrada nocturna ración; sin dársenos un ardite ni de la venta de Pesadilla, ni del abandonado convento de la Cabrera, ni de las costumbres de los habitantes, ni de la historia del país; y solo caímos en la cuenta de que al subir en el coche habíamos renunciado a nuestro libre albedrío, cuando bien entrada la mañana y el Sol armado con todo el aparato volcánico que suele, observamos que el mayoral (a quien Dios no llamaba por este camino) quiero decir, que toda su vida no había andado otro que el del arroyo de abroñigal y por primera vez seguía este rumbo, juzgó conveniente el no seguirle derecho, sino ladearse algún tanto a uno de los bordes que dominaba casualmente a un precipicio; y lo hizo de suerte que a no habernos apresurado los viajeros a saltar rápidamente del coche, cuál por la puerta, cuál por la ventanilla, seguramente hubiéramos acabado de describir la curva para la que ya teníamos mucho adelantado. Por fin aquel susto pasó, y los nueve o diez viajeros pudimos reconocer nuestros bustos en pie, y de cuerpo entero, a la clara luz del mediodía; con lo cual, luego que ayudamos al mayoral a salir del ahogo, y luego que nos convencimos de que íbamos guiados por la sana razón de las mulas, aprovechamos con gusto la ocasión que se nos ofrecía de andar una legüita a pie, al Sol de agosto y sobre arena, hasta llegar a Buitrago, a donde contábamos despachar la inevitable tortilla o el pollo mayor de edad.

De Buitrago a Aranda de Duero hay otras catorce leguas mortales, que tampoco ofrecen nada nuevo que contar, supuesto que no sea nuevo entre nosotros lo trabajoso de los caminos, máxime en sitios tan escabrosos como las gargantas de Somosierra, que aun en la mejor estación son ásperas y desabridas. En Aranda, a donde llegamos a las nueve de la noche, nos aguardaba la cena en una posada, verdadero tipo de las posadas castellanas, cuya descripción, si tantas veces no estuviera ya hecha, no sería inoportuno hacer aquí. Pero viajando como viajamos en posta, no hay por qué detenernos, sino volver a subir a la silla a las once de la noche y andar toda ella (cosa poco frecuente en los caminos de España), con la esperanza de llegar a Burgos al amanecer, como así exigía el servicio del correo, y teníamos motivos para esperarlo. Pero en esto como en las demás cosas vamos tomando la moda francesa, que consiste en prometer magníficamente; quiero decir, que las veinte y cuatro horas del servicio público se convirtieron por aquel viaje en treinta y dos, llegando a Burgos a las doce del día con toda puntualidad.

Por otro lado, no puede negarse que es cosa cómoda, viajando en el correo, hacer sus paradas de hora y más a almorzar, a comer, a cenar; item más, seis horas para dormir en Vitoria; cosa que no le hubiera ocurrido al mismo Palmer, cuasi inventor de los correos en Inglaterra. Por supuesto que en Burgos tuvimos lugar de visitar minuciosamente la Catedral (que tampoco describo aquí por haberlo hecho recientemente uno de los viajeros traspirenaicos de que hablábamos antes), luego comer sosegadamente, y aun no sé si alguno hizo un ratito de siesta. Pasado todo lo cual acudimos todos a nuestro velocífero, y después de atravesar aquella tarde el magnífico desfiladero de Pancorbo, verdadero prodigio de la naturaleza, a eso de las ocho de la noche dimos fondo en Vitoria, donde pudimos descansar, juntamente con la correspondencia, que sin duda debería hallarse fatigada del viaje, y necesitaría las seis horas de reposo.

La del alba sería (como dice Cervantes) cuando el servicio público y el nuestro particular volvió a exigir de nosotros el sacrificio de abandonar el lecho. La mañana era apacible y nublada, como de ordinario acontece en el estío más allá del Ebro: cada paso que dábamos, cada sitio que descubríamos, nos traía a la memoria un recuerdo aún reciente de la pasada guerra. Arroyabe, Ulibarri-Gamboa, Arlaban, Salinas; las verdes y pintorescas montañas de la provincia de Guipúzcoa; los blancos caseríos que las esmaltan, por decirlo así; las ferrerías, las ermitas, las aldeas en puntos de vista deliciosos; luego la villa de Mondragón sentada en un paisaje suizo, con sus casas de severo aspecto, sus armas nobiliarias sobre las puertas, y sus bellos restos de antiguas construcciones. Al apearnos un momento mientras se mudaba el tiro, hallamos aquí una comisión del Prado de Madrid, bañadores de Sta. Águeda, que está a corta distancia. Luego pasando rápidamente por aquellos deliciosos valles, gratas colinas, lindos caseríos, por Vergara la inmortal, Villareal, Ormaiztegui, Villafranca y otros muchos pueblos interesantes, llegamos a Tolosa a comer. Esta linda ciudad guipuzcoana con sus bellos edificios, sus calles tiradas a cordel, su aseo y elegancia no puede menos de cautivar la atención del viajero, que por otro lado encuentra en ella una posada muy buena, a la manera de los hotels franceses, y una complacencia, un esmero en el servicio, que nada tiene tampoco que envidiar al de aquéllos.

Desde nuestra entrada en las provincias, los zagales y postillones que se iban sucediendo en las distintas paradas, vestidos de la blusa azul y la boina, símbolo característico del país, nos llamaban la atención por sus tallas esbeltas, su marcial franqueza, y el lenguaje incomprensible para nosotros, aunque halagüeño, con que entablaban entre sí conversación. Guiados por su destreza, y sin cuidarnos del mayoral andaluz que había abdicado sus funciones desde el pronunciamiento de Buitrago, caminábamos con toda confianza por aquellos empinados derrumbaderos, por aquellos verdes valles, por sobre aquellas deliciosas colinas. Cada paso que avanzábamos, cada giro que daba el coche, se desplegaba a nuestra vista el más delicioso panorama que una imaginación poética pudiera imaginar. Cuando considerábamos que aquellos campos, ora apacibles y tranquilos, que aquellas colinas risueñas, que aquellos pueblecitos felices, acababan de ser teatro de todos los horrores de una guerra fratricida, parecíanos un sueño, y por tal lo toMaríamos, a no hallar de vez en cuando algún caserío quemado, algún puente roto; a no saber por nuestros conductores que aquella que bajábamos era la disputada cuesta de Salinas, que aquellas alturas que dejábamos a derecha eran las alturas de arlaban, que más adelante teníamos enfrente las famosas líneas de Hernani; y los conductores, por otro lado, no nos dejaban la menor duda, contándonos con la mayor franqueza, sin orgullo, ni disimulo, que allí disputaron el paso a nuestras tropas, que aquí deshicieron la legión inglesa, que allá cortaron el camino para favorecer una retirada, que acullá quemaron ellos mismos su pueblo para que no pudiese servir de asilo al enemigo. Todo esto dicho sin acrimonia, sin arrogancia, como una cosa natural, sencilla, y al mismo tiempo contentos con su actual posición; el uno habiendo vuelto a labrar el campo de sus padres; el otro conduciendo nuestra silla-correo; cuál escoltándonos a lo largo con el fusil al hombro, cuál otro cantando el Zorzico al compás del martillo con que trabajaba en la ferrería.

Siguiendo, en fin, por las empinadas cuestas del Pirineo, y pasando Astigarraga, Oyarzun, y otros pueblos menos importantes, en el momento que íbamos a dar vista a Irún, vimos rodeado nuestro coche por multitud de muchachas que, deseándonos feliz viaje, nos lanzaban rosas y otras flores, nos alargaban al ventanillo canastos de manzanas, y nos pedían sin duda en su idioma las albricias de la ausencia. Al anochecer, en fin, llegamos a Irún, en cuyo término corre el Vidasoa, que separa la España de la Francia. Aquí el mayoral quería dar un descanso a su imaginación, y hacernos pasar la noche bajo el cielo patrio; pero los tres viajeros de la berlina, únicos que seguíamos todavía tomando a nuestro cargo la defensa del procomún, arguíamos fuertemente que era precisa llegar con la correspondencia a Bayona aquella misma noche, y no tuvo nuestro locomotor otro recurso que volver a marchar.


(Continues...)

Excerpted from Recuerdos de Viaje por Francia y Bélgica en 1840-1841 by Ramón de Mesonero Romanos. Copyright © 2015 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
ADVERTENCIA, 9,
INTRODUCCIÓN, 11,
I. DE MADRID A BAYONA, 17,
II. BAYONA, 25,
III. DE BAYONA A BURDEOS, 33,
IV. BURDEOS, 43,
V. DE BURDEOS A PARÍS, 52,
VI. PARÍS, 60,
VII. PARÍS, 70,
VIII. PARÍS, 79,
IX. PARÍS, 89,
X. PARÍS, 101,
XI. PARÍS, 111,
XII. BRUSELAS, 121,
XIII. LOS CAMINOS DE HIERRO, 131,
XIV. LAS CIUDADES FLAMENCAS, 139,
XV. MALINAS. LIEJA. NAMUR, 150,
XVI Y ÚLTIMO AMBERES, 157,
LIBROS A LA CARTA, 169,

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