La razón de mi esperanza: Salvación

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by Billy Graham
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by Billy Graham

Paperback

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Overview

El Evangelizador de América presenta su obra maestra.

¿Quién se rehusaría a ser salvado? Esta es la pregunta que Billy Graham hace a lo largo de este libro. La respuesta es muchas veces sorprendente porque, en efecto, hay personas que se rehúsan a ser salvadas aunque se encuentren en una situación de desesperanza. ¿Por qué?

Cada capítulo de este libro atrae al lector planteándole preguntas para su reflexión y usando ilustraciones relevantes que le permitirán observar las diferencias entre lo que piensa el mundo y lo que la Biblia dice.

El propósito de Billy Graham es lograr que el lector se interese por contemplar su vida a la luz del aquí, el ahora y el más allá. ¿Quién se rehusaría a ser rescatado de un accidente aéreo, de un naufragio, del incendio de un automóvil o de la bala de un asesino?

Se incluyen relatos verdaderos que harán al lector preguntarse qué piensa y cómo respondería a experiencias similares, llevándolo al final a la pregunta más importante de la vida.

En lo que podría ser su último libro, Billy Graham presenta el mensaje central que ha guiado su vida y su vocación por más de 70 años. Colmado de nuevas historias y una verdad siempre vigente, Graham invita al mundo a volver a su prioridad espiritual como solo él puede hacerlo.

America’s Evangelist presents his masterwork.

Who would refuse rescue? This is the question Billy Graham asks throughout this book. The answer is sometimes surprising because there are actually people who refuse to be saved, even if they are in a hopeless situation. Why? Each chapter draws the reader in by posing questions for contemplation using relevant illustrations about what the world thinks in contrast to what the Bible says.

As Mr. Graham has expressed for decades, his purpose is to engage the reader in considering his or her life in light of the here and now and the hereafter. Who would refuse rescue from a plane crash, a sinking boat, an automobile fire, or an assassin’s bullet? True accounts are given that cause readers to ask what they think and how they would respond to similar experiences and to ultimately bring them to life’s most important question.

In what could be his final book, Billy Graham presents the core message that has guided his life and calling for more than 70 years. Filled with new stories and timeless truth, Graham once again calls the world back to its spiritual priority as only he can. The book coincides with a massive campaign of the same name by the Billy Graham Evangelistic Association that will mobilize millions of people in the United States to invite friends and neighbors into their homes to hear the message of Jesus Christ through customized video and a new message from Mr. Graham.


Product Details

ISBN-13: 9781602559660
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 12/10/2013
Pages: 208
Product dimensions: 6.00(w) x 9.00(h) x 0.55(d)
Language: Spanish

About the Author

Billy Graham, escritor, predicador y evangelista de renombre mundial, ha llevado cara a cara el mensaje del evangelio a más seres humanos que cualquier otra persona en la historia, y ha ministrado en todos los continentes del mundo. Millones han leído sus clásicos inspiracionales, entre ellos La jornada, El secreto de la paz personal, Nacer a una nueva vida y La razón de mi esperanza.

Read an Excerpt

La razón de mi esperanza

Salvación


By Billy Graham, Graciela Lelli

Grupo Nelson

Copyright © 2013 William F. Graham Jr.
All rights reserved.
ISBN: 978-1-60255-966-0



CHAPTER 1

Rescatado para algo


Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros.

—1 Pedro 3.15


¿Lo han salvado alguna vez? A mí sí.

Hace muchos años estuve en un accidente aéreo que pudo haberme costado la vida a mí y a los demás pasajeros a bordo. Fue al comienzo de mi ministerio. Había viajado a Canadá para hablar en una conferencia. En aquellos días se volaba mucho en aviones pequeños. En este viaje era un Lockheed Lodestar. Mientras me acomodaba para la etapa final de mi viaje, el avión despegó suavemente desde Vancouver, Columbia Británica, a pesar de una lluvia torrencial.

Mientras los otros trece pasajeros dormitaban, yo me deleitaba admirando las Montañas Rocosas canadienses hasta que la auxiliar de vuelo me indicó que había un problema. La torre de control le había ordenado al piloto que aterrizara lo más pronto posible porque la tormenta estaba empeorando y la lluvia se estaba transformando en nieve. El apuro era que todos los aeropuertos del área se habían visto forzados a suspender sus operaciones debido a la intensa nevada.

Cuando el capitán localizó un campo abierto, anunció que iba a aterrizar el avión a través de un hueco en las nubes. Si bien su voz de mando por los altavoces era tranquilizadora, la atmósfera en el avión se intensificó cuando nos explicó que, como la nieve cubría todo el suelo, no podía determinar si era un campo arado ni podía distinguir en qué dirección corrían los surcos. «No voy a bajar el tren de aterrizaje y voy a dejar que el avión se deslice por la nieve ... va a ser un aterrizaje bastante accidentado», nos advirtió.

Y en efecto, tocamos tierra. El pequeño avión dio tumbos antes de detenerse en forma abrupta. Al principio, los pasajeros gritaron pero cuando se dieron cuenta de que todos estaban a salvo, hubo lágrimas y suspiros de alivio. La esperanza de un aterrizaje seguro se había hecho realidad.

Pasamos la noche en el avión, en medio del terreno de cultivo de un granjero, y esperando que llegara ayuda. Y la ayuda llegó a través de un equipo de rescate en una carreta tirada por caballos. Estaba amaneciendo y los pasajeros estaban contentos de hacer un corto recorrido en la carreta hasta un bus que nos esperaba.

No todos los percances aéreos terminan tan bien como el nuestro, con todos los pasajeros sanos y salvos de un desastre.


Sumergido en aguas profundas

La nación se sobrecogió cuando en el verano de 1999, una noticia dio la vuelta al mundo diciendo que el pequeño avión en que viajaba John F. Kennedy, hijo, estaba desaparecido. Kennedy había salido de Nueva York con su esposa Carolyn y su cuñada, Lauren Bessette, para asistir a la boda de un primo en la propiedad de la familia Kennedy, en Cape Cod, Massachusetts. Cuando no se presentaron, la boda fue pospuesta y la esperanza de celebración se transformó en desesperanza y desesperación: una historia trágica que llegó a su fin varios días después cuando la Guardia Costera recuperó los tres cuerpos sin vida del avión que se había precipitado a las aguas del Atlántico. La causa del accidente: error del piloto.

En 1996 había visitado a John y Carolyn. Era una pareja encantadora con un sinfín de oportunidades por delante. Cuando niño, John había enfrentado valientemente el horror de perder a su padre, el presidente de Estados Unidos, ultimado por una bala asesina. Años más tarde, había visto a su madre sucumbir víctima de una muerte dolorosa por cáncer. El hijo del presidente Kennedy había aprendido a superar con cortesía y amabilidad el escrutinio del ojo público siempre vigilante y de la presencia constante de los medios de comunicación. Él exhibía el porte de un sobreviviente frente a las burlas o los elogios.

También tenía un sentido de aventura. Su interés por la aviación me intrigaba debido a que a mi hijo Franklin también le encanta volar y es un experimentado piloto. Escuchar a Franklin describir lo que pudo haber ocurrido en la cabina de mando del avión de John aquella noche era escalofriante. Cuando un piloto pierde la orientación en pleno vuelo, las posibilidades de sobrevivencia son escasas.

No hay muchas esperanzas para los que se estrellan en el mar. Pocos sobreviven al impacto. Pero yo conozco a alguien que sí sobrevivió.


Sacado del océano

Louis (Louie) Zamperini, un ex corredor olímpico estadounidense y prisionero en la Segunda Guerra Mundial había sido mi amigo por años.

Derribado en su bombardero B-24 Green Hornet, vivió para contar que en 1943 se había estrellado en las aguas del Océano Pacífico, donde por cuarenta y siete días flotó a la deriva en una balsa salvavidas antes de ser capturado por los japoneses. Pasó veinte meses en un campo de prisioneros soportando tortura física y mental. Su valerosa historia — y su victoria final— se cuentan en Inquebrantable, que alcanzó el número uno en la lista de libros de éxito del New York Times y fue aclamado por la revista Time como el mejor libro de no ficción de 2010.

Cuando finalmente fue rescatado del campo de prisioneros, regresó a California como un héroe solo para caer víctima de otro enemigo: prisionero de nuevo, aunque esta vez del alcohol. Él cuenta la historia de su rescate de esta segunda prisión, dando esperanzas a corazones cansados que anhelan ser salvos de la angustia mental, circunstancias desastrosas y derrotas físicas.


Rescatado por un pescador portugués

Mi amigo John Coale, un abogado exitoso en Washington, D.C., experimentó su roce personal con la muerte en el mar, como contó posteriormente a mi hijo Franklin. John y su esposa, la abogada y periodista de televisión Greta Van Susteren, me sorprendieron asistiendo a la celebración de mi nonagésimo cumpleaños. Estuve con ellos nuevamente en 2011, cuando Greta cubrió la firma de libros en la Biblioteca Billy Graham con el ex presidente George W. Bush y su esposa Laura.

John sabe de aventuras que se vuelven peligrosas. También sabe del alivio de una operación de rescate exitosa. A él lo rescataron, en 1979, de las gélidas aguas del extremo noroeste de España el mismo día en que China invadió Vietnam.

En ese tiempo, John era un abogado inquieto, buscador de emociones intensas, pero no sabía que esta vez su viaje se volvería muy peligroso. Había estado deambulando por toda Europa, probando su suerte jugando veintiuno, y le había ido bastante bien. Pero su verdadero amor era la navegación. Experimentado marinero desde su juventud, John estaba esperando que las condiciones del tiempo le permitieran iniciar el viaje entre el norte del Atlántico hasta el Mediterráneo. Durante el invierno, la costa de Europa había sido azotada por vientos con fuerza de huracán, de modo que cuando el viento se calmó lo suficiente, John reunió a su tripulación: su hermano, catorce años mayor que él y un amigo de éste, y se hicieron a la mar. El Wolfwood, un velero de dos mástiles de treinta y cinco pies, zarpó del puerto de La Coruña con tres almas intrépidas a bordo. A pesar del viento bastante borrascoso, John se las arregló para izar las cuatro velas y poner el motor en una marcha que les permitiera bordear el extremo noroeste de España. Cuando estaban a cincuenta millas de la costa, la tormenta se intensificó peligrosamente, y vientos huracanados empezaron a bufar entre treinta y cinco y cincuenta y cinco nudos. La tripulación luchaba por mantenerse a bordo, mientras John trataba de mantener el bote estabilizado, sin quitar el ojo de la brújula.

¿Y entonces? ¡Un ruido espantoso! John, sin mirar, supo de qué se trataba: el mástil. La vela principal cayó sobre él y luego la vela de popa se reventó. Las velas que quedaban colapsaron envolviéndose alrededor de la hélice e inutilizando el eje. El bote comenzó a hundirse. Estalló el caos y el bote perdió poder. Como un corcho, el Wolfwood flotaba a la deriva mientras la cabina se llenaba de agua.

Por aquellos días, España no tenía guardacostas así que el hecho de que la antena se rompiera no hizo mucha diferencia. El ruido era ensordecedor, así que John gritó a todo pulmón: «¡Abandonen el bote!», esperando que su tripulación, a menos de medio metro de donde él estaba, pudiera oírlo.

John luchó con el ventarrón tratando de inflar la balsa salvavidas ... la única posibilidad que tenían de escapar. Tratando de llevar lo esencial, John, su hermano y su amigo abandonaron como pudieron el bote, instalándose en la balsa salvavidas al tiempo que se alejaban para evitar que el viento desbaratara su única esperanza de seguridad. La corriente marina empezó a llevarlos hacia Islandia, y John se dio cuenta de que jamás sobrevivirían a una jornada de miles de millas. Si bien estaban a bordo de una balsa salvavidas, seguían enfrentando grandes peligros.

John empezó a lanzar luces de bengala esperando que alguien los viera. Mientras los muchachos se quejaban por el humo de las bengalas, John vio un atisbo de esperanza en el horizonte: un barco de pesca portugués de doscientos pies. Y pensó: gracias a Dios, parece que tendremos ayuda. Creo que nos salvaremos.

Después de pasar entre seis y ocho horas en alta mar, el barco pesquero estuvo a la vista. Pero cuando estuvo cerca y John estiró el cuello para apreciar los más de diez metros de altura hasta la cubierta, se preguntó cómo se las arreglarían para subir. Alguien arrojó una cuerda que descendió girando como un tornado. Sujetando su única cuerda de salvamento, los náufragos se las arreglaron para acercarse al costado de la nave. Las olas, por su parte, actuaron como un ascensor, ayudando a que todos fueran alzados, uno a la vez. Desde cubierta, los pescadores los izaron más de cinco metros hasta que todos estuvieron a salvo.

Aunque los fornidos pescadores de la embarcación no hablaban inglés, expresaron su alegría repartiendo abrazos como si ellos hubieran sido los que habían estado a punto de perecer. Lo único que pudo decir John fue: «Gracias, Señor, por concederme este día». Después de todo, había esperanza para el futuro.

Años más tarde, reflexionando sobre aquella experiencia, John recordó:

No me di cuenta de que la noticia de aquel dramático rescate había llegado a tierra firme antes que nosotros. Cuando atracamos y fuimos escoltados fuera de la nave pesquera, nos encontramos con cámaras de televisión y periodistas por doquier. Al día siguiente, la historia apareció en primera plana, relegando a un plano secundario la invasión de Vietnam por los chinos. Supongo que fue en ese momento que realmente caló hondo en mi interior el hecho de que habíamos sido rescatados. Desde entonces, en mi experiencia como abogado defensor, ni siquiera un juez podía asustarme después de haber vivido aquella aventura.

Recuerdo haber sobrevivido mi primera tormenta en el mar unos pocos meses antes de aquel incidente. Nunca antes había sentido tanto miedo. Una niña iba en el bote y con su acento francés, me dijo: «Johnny, ¿no es esto hermoso?». Cuando miré a mi alrededor y no vi nada más que horror, las palabras de la niña me hicieron mirar más allá del terrible destino, y me permitieron admirar la poderosa belleza de una tormenta marítima. Y pensé: aun esto es un regalo de Dios. La realidad de aquella tormenta alejó de mí aquel miedo extremo al golpeteo de las olas y a las aguas impetuosas porque aprendí que el miedo puede ser reemplazado con la fe en la esperanza de vencer el miedo. Ser rescatado del poder del mar me hizo entender que hay «alguien» allá arriba que cuida de nosotros acá abajo.


John tiene toda la razón. Dios nos mira, y toda criatura viviente debe mirarlo a Él.


Pánico en el mar

Algunos experimentan aventuras en la lucha por sobrevivir, mientras que otros lo hacen simplemente por el placer de experimentarlas. Y hay otros que buscan las aventuras para escapar de la rutina cotidiana de la vida. Dios nos permite saborear la aventura; es parte del ADN de la raza humana. Un ejemplo de esto son los millones de turistas que visitan lugares exóticos al otro lado del mar.

Quizás usted esté entre esos millones. Por ejemplo, ¿deseó alguna vez viajar por el Mar Mediterráneo a bordo de un crucero de lujo? El 13 de enero de 2012, muchos lo hicieron. Recién casados, retirados, graduados universitarios, excursionistas e incluso experimentados viajeros zarparon en el viaje de sus vidas a bordo de un inmenso crucero, apodado el Titanic del siglo veintiuno gracias a sus cabinas en primera clase y sus instalaciones de lujo. Sin embargo, para estos buscadores de aventuras sus sueños se convirtieron en una pesadilla.

Dos horas después de haber abordado el Costa Concordia al oeste de Italia, algunos pasajeros se aprestaban a participar de una cena de siete platos con vino y champaña; otros, disfrutaban del entretenimiento que les ofrecían ilusionistas, grupos teatrales o películas.

Pero cuando los pasajeros sintieron una sacudida y se apagaron las luces, el sabor del vino no les calmó los nervios ni sus mentes siguieron fascinadas ante las grandes pantallas. En lugar de eso, el drama del Titanic que había ocurrido casi cien años antes — el 15 de abril de 1912— se proyectó en las mentes de los pasajeros del Concordia. Algunos se preguntaron si la compañía propietaria del crucero no estaría jugándoles una broma por ser viernes 13. La canción «My Heart Will Go On», interpretada por Celine Dion, y que fuera el tema de la película Titanic de 1997, se oía a través de los altavoces en uno de los restaurantes cuando el barco chocó contra las rocas.

Imagínese la sacudida producida por un golpe que te saca de curso; las luces se apagan dejándole en una repentina oscuridad y la música romántica se detiene dando paso a un extraño silencio hasta que se escucha una voz que dice que todo está bien y asegura a los pasajeros que el sistema eléctrico ha sufrido un desperfecto temporal. Este era el escenario. Luego la orden es que «vuelvan a sus asientos»5 asegurando a los pasajeros que no había razón de pánico. Pero algunos que no se sintieron tranquilos con los anuncios comenzaron a hacer sus propias evaluaciones usando sus iPhones. La información que recibieron fue que el barco había escorado. La esperanza estaba en peligro.

¿Habría usted permanecido sentado? Si bien es importante seguir instrucciones, hay ocasiones en que el instinto le dice a uno que las condiciones han cambiado y que si seguimos órdenes imprudentes, nuestras vidas podrían estar en peligro. Esto es exactamente lo que ocurrió en el Costa Concordia. A medida que las mesas empezaban a volcarse y la fina vajilla estallaba en el piso, la gente empezó a gritar y a correr hacia las puertas, abandonando restaurantes, casinos, teatros y bares. Se produjo un caos general cuando hombres, mujeres y niños pugnaban por salir a cubierta, esperando encontrarse con la luz de la luna.

Desesperada, la gente trataba de hacerse de un salvavidas y se aferraba a las barandas del barco para mantenerse en pie mientras el capitán reportaba a las autoridades que todo estaba bien y que se trataba simplemente de «una pequeña falla técnica». La verdad, sin embargo, era que el barco había encallado.

Según las autoridades portuarias, el capitán continuó insistiendo que no había problemas. Ni los propietarios de la nave ni las autoridades costeras de Italia sabían del pandemonio que iba en aumento a medida que la gente se empujaba y corría por los corredores, pidiendo ayuda para llegar a cubierta donde se encontraban los botes salvavidas. Miembros de la tripulación trataban de imponer la calma, procurando que los pasajeros volvieran a sus cabinas o se mantuvieran en los salones. Desafortunadamente, algunos lo hicieron. Afortunadamente, la mayoría ignoró la orden funesta e irresponsable. La tripulación no había dado la orden de abandonar el barco, pero los pasajeros seguían suplicando por los botes salvavidas para no ahogarse.


Fe en un bote salvavidas

Después del desastre, algunos reporteros se burlaron del temor de los pasajeros, diciendo que el Concordia, a diferencia del Titanic, estaba a menos de doscientos metros de la orilla.

Pese a que no era una comparación apropiada, un periodista llamó al pánico que ocurrió en el Concordia el «efecto Titanic», afirmando que los pasajeros pudieron haber tenido «la extraña sensación de que se encontraban a bordo del Titanic [y] que los botes salvavidas fueran su última forma de salvarse». Ellos creían que si los botes salvavidas no venían en su rescate estaban perdidos, sin esperanza. Hasta pudieron haber pensado «que los botes salvavidas, en lugar de la inteligencia humana, el buen orden, la calma y el valor, eran indispensables para salvar vidas humanas».

Pero el pánico fue la reacción natural. Si usted no hubiera visto bajar los botes salvavidas, ¿habría gritado al capitán del barco para que lo salvara? Los pasajeros sabían que los ancianos, los niños y los minusválidos serían incapaces de nadar aun aquella distancia, y mucho menos en medio de la oscuridad y el frío de la noche.

Una pasajera contó que su marido había insistido para que ella saltara al agua pero no se atrevió a hacerlo, pues no sabía nadar. Él, entonces, le dio su chaleco salvavidas y saltó al agua, insistiendo en que confiara en él. Al fin ella lo hizo y sobrevivió, pero su marido murió en el agua antes que pudieran llegar a la orilla.
(Continues...)


Excerpted from La razón de mi esperanza by Billy Graham, Graciela Lelli. Copyright © 2013 William F. Graham Jr.. Excerpted by permission of Grupo Nelson.
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